En la antigüedad, Epicuro recomendaba atenerse a placeres cotidianos en lugar de la riqueza decadente, la buena mesa en lugar del lujo ostentoso. ¿Y por qué no aplicar esta filosofía al sexo? El hombre disfrutará tranquilamente de su amante gracias a la postura del epicúreo. Luego deberá agradecérselo.
En esta postura, casi puede uno imaginarse a un hombre con un vaso de vino en la mano, un puro en la otra, sentado cómodamente. Pero hay cosas más placenteras que desviarán su atención: su amante. Ella, juguetona y activa, pone la mecánica en marcha y se dedica en cuerpo y alma al placer de ambos.
Apoyando un brazo en la almohada, el hombre se sienta con las piernas abiertas. Ella se pone a gatas, dando la espalda. En esta postura, inicia lentamente la penetración para dejar al epicúreo el deleite de contemplar su “Venus Calipigia”.
Así el hombre aprecia y la mujer actúa. Pero él no se limita a mirar, también piensa en las mejores maneras de estimularla. Elige una parte u otra del cuerpo a acariciar. Su mano libre puede recorrer toda la distancia entre los pechos y las nalgas. Incluso puede acercarse a la zona anal y ella, sensualmente inclinada, tiene toda la libertad para elegir la cadencia y la profundidad del coito.
Por desgracia, la mujer no se podrá aprovechar de la posición del epicúreo para estimular su punto G y su clítoris. Tendrá que tocarse durante la penetración o elevar un poco sus caderas para dejarse hacer por el hombre. Al fin, el epicúreo saldrá de su trance para participar en el placer de su mujer e incrementar sus caricias sexuales.
Esta posición es difícil de practicar sobre un colchón demasiado blando. Se recomienda algo más espartano como el suelo, se adapta mejor al epicúreo, que prefiere los placeres simples de la vida. En dichas condiciones, el epicúreo se convierte en un auténtico hedonista, gozando de esta perezosa posición.
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